Una parte cada vez mayor de la población se suma a la posibilidad de acceder a una vivienda en propiedad; fundamentalmente aquéllos que no disponen de un capital o de una vivienda en propiedad con el atractivo económico, como se mencionó en artículo anterior, que la demanda de la clase media supera la oferta de vivienda social.

Ante esta expectativa cierta, se cierne la figura comercial de la especulación inmobiliaria en donde los especuladores, ante la creciente demanda de terrenos para construcción, hacen fortunas en cortos y medianos plazos. Esta costumbre que se está arraigando, requiere un equilibrio entre la oportunidad de inversión, y la posibilidad de convertirse en un generador de desbalance social.

Pero, ¿qué es una especulación inmobiliaria? Una respuesta sencilla sería en el caso cuando la vivienda no se construye con el objetivo de que alguien viva en ella por lo menos a corto o mediano plazo; sino como una forma de reserva de valor; en otras palabras, se tiene un terreno comprado a muy bajo costo, zona poco valorizada; en donde se terminan construyendo complejos residenciales de alto impacto social y por ende de mayor valorización a la venta.

Realmente lo que interesa en la especulación inmobiliaria es mantener la vivienda para venderla en un momento oportuno cuando el precio del suelo no aumente más, y no sea una reserva de valor. Para este propósito la tenencia de la tierra que compone el límite entre las ciudades y los campos es el espacio y la oportunidad adecuados.
En sectores importantes de la construcción se define como “urbanismo inmobiliario, la forma hegemónica de hacer ciudad”, donde el mercado inmobiliario es el único gestor de la satisfacción de la necesidad de vivienda, teniendo como consecuencia directa la implantación de una suerte de ciudad inmobiliaria.

La constitución de este modelo de visión hegemónica del hecho urbano, se ha fundamentado presentando los intereses particulares del sector productivo de la construcción, como los intereses de toda la sociedad; acompañándolo por una costumbre fuertemente establecida, que ha construido un imaginario colectivo que asume la vivienda como una mercancía, en su doble condición de bien de uso y depositaria de patrimonio.

Este modelo de producir ciudad ha obviado la condición equidistributiva originaria del urbanismo que, acompañada por instrumentos jurídicos, está configurado un nuevo marco de actuación, desencadenado un delicado umbral habitacional y un espacio social cada vez más segregado y estratificado. Cabe recordar los tristes episodios de las edificaciones que han debido ser demolidas; hecho que se suma a una cadena de fallas y abusos en espacios públicos y zonas de reserva natural que poco o nada interesan a este sector con sus pretensiones económicas.

Aparentemente en Bogotá y en el resto de las ciudades del país muchas personas piensan que cualquier intervención puntual, a escala local o metropolitana, por generar cambios en el uso actual del predio y reacciones en los predios vecinos o en el entorno general, se puede involucrar dentro del concepto inocuo de “renovación urbana”.

Y es que para muchos “renovación urbana” es “borrón y cuenta nueva”; no han entendido que aparte de redes de infraestructura existen redes sociales que han tardado muchos años en consolidarse y que es con ellas con las que hay que trabajar; más la regeneración urbana, que la renovación.

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